lunes, 6 de junio de 2011

Pablo


Pablo era un ángel. Lo había sido por miles de años.  Ansiaba ser niño.  Jugaba entre las nubes, caminaba por las calles doradas. Cantaba sin cesar, alegre eternamente.  Pero Pablo miraba hacia abajo. Veía a los niños jugar en las calles, caerse de sus bicicletas, aguantar la respiración debajo del agua y llorar por un helado.  Algo le decía que esa imperfección era interesante.  Pablo no era pretensioso. No tenía que ser el hermano mayor, ni ser líder. Él podría ser el que siguiese órdenes, al que le corrigiesen, el último en aprender a leer en la casa.  Transaría por heredar la ropa de algún hermano mayor y de entretenerse  con balones ya usados.  Peluches y robots rotos serían bienvenidos por el pequeño ángel.
Pablo no tenía un plan.  Dependía del destino, de la suerte y de la voluntad.  Para  salir de su mundo celestial, tenía que combatir prejuicios y circunstancias, a la inflación, al costo de vida, a los pañales de diseños caros, y leche fórmula con precio de vino tinto, de cosecha de los noventa.
Pablo caminaba por las calles doradas y soñaba con un mundo imperfecto, de risas espontáneas  y de machucones en las rodillas.  Pablo, ángel milenario, con esperanza infinita…

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