El hombre fue niño, si niño. En aquel entonces no media su energía, ni sus pasos, ni lo que decía. Era veloz, el más guapo, el más gracioso y popular. El tiempo y espacio no existían, ni los prejuicios o el rencor. Sus anteojos de concha negra o marrón le daban un aura de intelectualidad precoz.
Era feliz, sin peso, sin miedos. Pero la Vida se encargaría de bajarlo a la Tierra. La muerte de su hermano, el divorcio de sus padres, el padre ausente. También, la Vida le regaló amigos con puñal de hierro corroído. El camino de rosas y de hiel le trajeron drogas sicodélicas de manos de demonios disfrazados. Se perdió en el bosque de la fiesta, de la academia y el sin sentido. Los traumas le quitaron su seguridad de niño, le alteraron su dicción y le convirtieron en tartamudo tarado, victima de burlas de sus alegados amigos.
Vivía por instinto, por obligación, por miedo a no quitarse la vida. El tartamudo miraba a la muerte como una salvación pero le temía de igual manera. Vivía confundido entre oraciones fluidas y otras dichas con excesivo trabajo. Sus amigos pensaban que era gracioso como lo es un ciego cruzando una calle o un sordo rebelde ante el mundo.
Sobrevivió a los textos de intelectuales y a las formulas aritméticas. Se convirtió en hombre y padre. La muerte le seguía atrayendo, las calles doradas y volar sin esfuerzo en aires profundos, donde seria joven otra vez, sin complejos, sin prejuicios.
Se quedaría dormido al volante, o perdería el balance en algún sitio. Moriría rápido, de manera fugaz, sin despedidas. Cruzaría el puente de la Vida y la Muerte, donde su dicción fuese perfecta como debía ser, al menos en los ojos de sus burlones amigos.
El hombre tuvo hijos y una esposa. Estos y nadie más le borrarían en parte las tinieblas, el deseo de morir. El puente entre la Vida y la Muerte se cerraría por un tiempo, hasta nuevo aviso.
Mientras tanto, el tartamudo, con dicción pausada y fingida, mentirá y hará ver que está fresco, sin golpes, y sin amigos de puñales de hierro corroído.
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