La luna se asoma entre las nubes, en una noche transparente, medio mágica, media bruja. La gente se acomoda, toman energía prestada de la luna llena, del fuego de la fogata. El hombre de la barba perfecta, el líder, dibuja con un tronco un círculo perfecto alrededor de la leña, atrayendo energía, vida.
La playa es el lugar escogido, el mar es el cómplice de este evento. Los niños corren por la arena, de noche, sin trampas, sin moldes, en la libertad. Jugueteo continuo en contraste con el evento de la luna. Me acerco a la orilla, para limpiarme, eliminar esa flema enfermiza, rescatar mis bronquios, calmar mi mente y estirar mis piernas trincas.
El grupo de cincuenta humanos nos sentamos ante el barbudo. Mentes inocentes escuchando con recelo, a este extraño con buenas intenciones. Uno más viejo, con una sola pierna y prótesis, limpia el alma de los presentes, uno a uno, dándoles vueltas como trompo, sacando al espíritu intruso o al menos domesticándolo un poco.
El barbudo comienza su charla, habla sobre la luna, la energía, el zodíaco, pide a la gente sus nombres al ritmo de tambor y flauta, y pide buenas noticias de los presentes. Habla de la armonía, de la búsqueda, de lo orgánico, de la paz, de la unión y de la inseparabilidad de las religiones. Me pierdo un rato, a propósito, me voy a la orilla del mar con mi niña, a respirar iodo y a mecerla, como helicóptero humano y verla reír, y ver su pelo rubio vivir en la noche.
Noche de luna, momento hipnótico ante la fogata, ante seres humanos que buscan algo más, conectarse a lo divino, a lo surreal, a lo místico. Una vez al mes, cuando la luna está llena, el tambor y la flauta se encenderán, el fuego reinará y los humanos caeremos en la trampa de la libertad, lejos de lo mundano y de la rutina, al menos por un rato, que parece una eternidad.
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