Camina por las calles de la pequeña ciudad, a laborar, a hacer dinero, a prosperar, a demostrar que es un hombre capaz, que nadie lo detiene, ni el mismísimo Demonio. Se levanta temprano, a eso de las seis y media, a caminar, a tomar prestada energía del sol y del mar, para producir, para ser un capitalista más, de esos que van a ellos, siempre, que no se enferman, y que no necesitan de nadie, nadie.
Las relaciones para él son nada, las mujeres, van y vienen, un mal necesario quizás. Su inestabilidad es disfrazada por trajes, corbatas, y dos viajes de placer al exterior por año, quizás. Su prepotencia entona en las mesas del restaurant, cuando el mozo no cumple a cabalidad, y él le ordena con neurosis militar.
Su familia, poco le importa, no son negocio, ni cliente, ni dólar en el banco. Él se cree que es intocable, inmortal, y realmente es temeroso, inseguro, y disfrazado con traje, corbata y dos viajes de placer al exterior por año, quizás. Cuando las cosas no son como él quiera, se encapricha, desordena, patalea e insulta, pero él puede, porque tiene American Express, tiene dinero en el banco, y tiene amigos de alta sociedad que lo quieren y admiran, piensa falsamente.
Su familia, desechable, holgazanes según él. Si sus talentos no equivalen a dinero, no existen, y no son parte de la ecuación de triunfo. Si, porque para ser triunfador hay que ser positivo, tener la cuenta del banco gordita y estar nítidamente peinado y afeitado.
Su caminar es confiado, de aparente hombre realizado, pero detrás del traje, la corbata, la camisa bien planchada sin almidón y dos viajes de placer al exterior por año, quizás, existe un amplio vacío, una soledad que aflora y se mantiene, que desespera, y desaparece momentáneamente con una botella de vino, un buen pescado y frutas en su punto.
El magnate no va a la Iglesia, ni procura a Dios, para él Buda es un chiste, ya que no equivalen a negocio, a clientes, o dinero en la cuenta de banco. A Dios se visita por obligación en algún funeral, de algún amigote que muere, y se da cara para no quedar mal.
El magnate cree que es un muchachón, a si piensa falsamente, pero las arrugas kilométricas lo traicionan, y camina y se ejercita religiosamente por las mañanas, dice que está muy bien cuando le preguntan sobre como se siente, no le gusta que le hablen de la realidad amarga o de problemas, insulta para que la adrenalina se mantenga viva y no piensa negativamente. La vida es corta, dice él, sin saber la connotación exacta de lo que dice.
El magnate cree que se las sabe todas. Ya tiene experiencia, ha vivido, tiene dinero y amigotes que lo saludan y admiran, y lo invitan a jugar golf o ir al último coctel. Nada lo detiene, y el que lo rete paga las consecuencias.
Así vive él, día a día, disfrazado con un traje, una corbata y dos viajes de placer al exterior por año, quizás. No piensa en la muerte, para qué, si eso no tiene que ver nada con los negocios, con los clientes, ni con la cuenta en el banco.
Al final, como todo ser humano, le toca al magnate enfrentarse al túnel que lo lleva de la vida a la muerte. El momento no querido y no esperado para algunos y querido y esperado por otros. El mismo momento que le toca a unos a la edad de diez años y a otros a los setenta y cinco. Ese momento donde Dios se aparece, no en el funeral del amigote. Es ese momento íntimo, de complicidad entre Dios y el que muere. Y Dios mira al magnate cara a cara, a los ojos y no le pregunta de negocios, ni de clientes, ni de cuentas de banco. Le pregunta por la compasión, por el amor al prójimo, por la sensibilidad, por la discreción, le pregunta si pensó antes de hablar y antes de insultar. Le pregunta si apreció a sus hijos, si los valoró, y le pregunta por su ego inmenso y prepotente, y le pregunta porqué no aprovecho las oportunidades dadas para cambiar su insensibilidiad y desprecio por los demás. Y el magnate, baja la cabeza, sin saber que decir, y calla, sin dinero, sin clientes y sin negocios de que hablar. En ese momento se da cuenta que nunca conoció a Dios. Lo que queda es un misterio, un vacío, un Infierno quizás, ganado por egoísmo, mala voluntad y todo lo demás.